desvistiéndose en la arena,
con su canto de sirena
y sus manos de algodón.
La veo en todas partes,
no se va de mi cabeza,
sus besos sabian a cerezas,
en mis labios de corderoy.
Su cuerpo está ausente,
su presencia está vigente,
las sábanas siguen azules,
tal como las dejó.
El vaso de Martín,
que usaba con su mini,
ya no refleja el alba
porque el cielo es de un color.
Detesto que me ignore
y que en su cama no me llore,
ella no siente dolores
y yo no extraño su voz.
Sebastián Koutsovitis
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